jueves, 11 de diciembre de 2008

Charlas con Februus

En una noche estrellada como esta, cuando las luces de las ciudades trabajan al máximo, me acuerdo del más negro de todos los misterios del hombre. Ese misterio me es cercano, pero totalmente desconocido. Cuando me visitó, una larga tarde de abril, sentí todos y cada uno de mis músculos estremecerse, pero dejaron de dolerme en cuanto ella me miró. Mi cuerpo le era indiferente, pretendía saber quién era. No es fácil de comprender, pero fue así, que vuestra razón juzgue, si lo ve conveniente. Tras una larga espera, la muerte abandonó su posición, dejándose caer en un sillón que algún familiar debió de haber dejado por allí.

No cruzamos palabra alguna, y la verdad, prefería no tentar a la suerte, mejor ir directamente a donde fuera, hacer lo mandado sin montar una bronca descomunal. Entonces, dándome cuenta de que a mi corazón sólo le quedaban unos últimos coletazos, decidí rezar y pedir a Dios la salvación de mi alma. La muerte pareció más interesada en mí, alzó el brazo y me apuntó con el dedo cortando la oración. Susurró: “Lo más gracioso del yo, es que no existiría sin un tú, ni sin un él o ellos. “

Fatigada, dejó de señalarme y permitió que siguiera. Cuando pedí fuerzas para que mis allegados pudieran sobreponerse a mi pérdida, cuando rogué que comprendieran la necesidad de aceptar su voluntad, la muerte rompió el silencio, esta vez parecía que ella también rezaba. “Vosotros negáis vuestra propia esencia, desde el largo trayecto de la historia me negáis. Quienes pastáis de las tierras de la simple razón, no podéis comprenderme. Huís de mí, me repeléis, buscáis fuentes y milagros en lugar de introducirme en el yo.”

Decidí no rezar, por si molestaba a mi huésped, y traté de vaciar mi cabeza. Todo estaba demasiado mezclado, era demasiado rápido, no podía dejar que me comiera esta sensación de impotencia, por primera vez en todo ese tiempo me sentí en una cárcel. No podía despedirme de mis queridos, no podría volver a correr por las cuatro rincones de mi ciudad… estaba perdiendo mi vida, y con ella mi libertad. Pronto mi serenidad se volvió ansia, trotaban los segunderos en mi corazón. Aquello no era justo, ni aceptable. Estaba poniendo en duda la razonabilidad de la muerte con ella sentada en mi sillón. ¿Quién soy yo para juzgarla? La respuesta es incierta… pero tenéis que perdonarme, a todos nos invade el pánico alguna vez.

Al sentir todos mis pensamientos, parecía estar decepcionada, como si un hijo de pronto te dijera que pretende dejar los estudios. Supongo que pretendía que yo comprendiera sus palabras. Entonces lo comprendí, estaba ejerciendo de madre, tal y como yo lo había estado haciendo durante toda mi vida. Pensé en todos los consejos que yo había dado a mis hijos en tantos años de verlos crecer, años de sufrimiento y de alegrías. Pero fueron sobretodo años de amor, en los que aprendí de mis errores, corregí mis bases, trabajé, soñé… todo lo que había sido, no podía dejarlo con tanta facilidad, no podía decir adiós a tanta felicidad y a tanta tristeza que me habían hecho ser. Moriré, ¿Y luego qué? ¿Qué va a ser de lo que soy?

“Como todos, tú también me olvidaste, creíste que no existía, y de pronto aquí me tienes. Encarno todo lo que desconoces, nada de lo que balbucees va a evitar que caigas en mis brazos. Has montado una existencia al margen de la muerte, y esta te derriba en el primer encuentro, no haciendo más que posarse a tu lado. ¿No lo ves? De pronto dejas de ser. No busques justicia, no creas que eres menos libre por aceptarme. Todo lo contrario, sólo quien comprende el yo es quien es, y sólo quien es saborea la libertad. Lo que viene después de mí no te lo puedo contar, pero lo que viene antes deberías de saberlo, y sin embargo no lo sabes. Te aterra pensar en mí, tanto que prefieres no hacerlo hasta que es inevitable. Yo he estado allí cuando has ido perdiendo a los cercanos, yo vi cómo llorabas, cómo sufrías. En ningún momento se te ocurrió tomar eso como algo natural, en ningún momento aceptaste que había llegado su hora. Siempre pensaste que tenían que haber sido inmortales, no percibías la necesidad de la muerte en tus entrañas, tal y como requerías de compañía y de amor. Tú eres un yo cuando dejas que la muerte tenga un papel en la vida, ese es todo mi misterio.”

Siguió con su retórica hasta caída la noche, me habló de cómo Sócrates había aceptado su destino, de cómo confundíamos la libertad con chiquilladas, de cómo tratábamos de comprender a Dios con palos y piedras… de lo absurdo de un mundo relativo dentro de lo absoluto de algunos valores, que desgraciadamente no recuerdo.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Efectivamente tú eres tú cuando aceptas que tienes un principio y un final, esto es, cuando aceptas la muerte.

El problema viene cuando la muerte entra demasiado en tu vida...entonces no es que tú no seas tú, sino que directamente tú no "eres".

Anónimo dijo...

Ya podrías actualizar...xD